¡PRIMER CAPÍTULO DE LAS AVENTURAS DEL JOVEN BÉCQUER!


LAS AVENTURAS DEL JOVEN BÉCQUER
 
VOLUMEN 1. GUSTAVO ADOLFO Y EL MISTERIO DE LOS ESQUELETOS ANDANTES


 
 
                                             CAPÍTULO 1
                          UNA REUNIÓN MUY EXTRAÑA
 
                                                                                              Sevilla, 1846



¿Qué demonios hacía un esqueleto de la Edad Media caminando por las calles de Sevilla en mitad del siglo XIX?

Un esqueleto con forma de esqueleto, cráneo de esqueleto, manos de esqueleto y todos los huesos que suele tener un esqueleto. Bueno, quizá no todos, porque algunos los iba perdiendo por el suelo conforme andaba.

¿Y por qué vestía de aquella forma tan extraña, como los personajes de las historias de caballeros medievales de los libros?

Gustavo estaba atónito.

¿Es que sólo podía verlo él?

El niño observó cómo aquel saco de huesos humano, medio vestido con ropas de otra época, pasaba muy cerca y se dirigía a la Catedral.

El fantasma avanzaba muy serio, intentando sujetarse la cadera izquierda, o lo que le quedaba de ella, para que no se le desprendiera del cuerpo al andar. Sus escasas ropas, rasgadas hasta parecer un conjunto de trapos, estaban llenas de suciedad y polvo.

Gustavo lo contempló con ojos desconcertados, girando después la cabeza a un lado y a otro para comprobar si aquella visión era real. Pero aquella figura se entremezclaba con la gente sin que nadie lo mirara. En efecto, parecía que nadie se percataba de su presencia.

El esqueleto, que llevaba puesto un casco de bronce sobre su calavera, y una túnica blanca y rota, con una enorme cruz negra bordada en el pecho, notó que Gustavo tenía los ojos fijos en él.

El muchacho observaba su silueta destartalada que, más que miedo, daba risa por la forma en que se iba agarrando los huesos que casi le caían a cada paso. De repente, el extraño se dio la vuelta hacia el muchacho y, encogiéndose con el único hombro que le quedaba, le dijo:

—Vengo de la guerra y estoy cansado.

Gustavo escuchó aquella voz ronca y seca, y entonces sí tuvo un poco de miedo.

El esqueleto continuó:

—Voy a sentarme un poco aquí dentro.

Después, volvió sobre sí mismo y entró en la Catedral.

           

La segunda vez que presenció algo parecido fue una semana después.

Dos nuevos  esqueletos  caminaban  por  las calles  de Sevilla  como si

aquello fuera de lo más habitual en la ciudad.

Gustavo Adolfo creyó verlos a lo lejos y corrió cuando ellos se perdieron por un esquinazo. En su carrera para encontrarlo, Gustavo tropezó con los tiestos de la puerta de doña Encarnación, y con doña Encarnación misma, que había salido a regarlos:

—¡Niño! –le gritó, casi en el suelo—. ¡Mira bien por dónde vas!

El chico giró la cabeza aún en carrera.

—Lo siento, doña Encarna. Llevo prisa.

—Ya lo veo. Condenado chiquillo, siempre en las nubes.

Los guerreros no se le podían escapar. Parecía mentira lo rápido que andaban para no tener músculos en las piernas. 

Los alcanzó a ver justo  antes  de  que  ambos se metieran  en  la  Catedral.

Otra vez la Catedral, ¿qué pasaba allí? Esta vez no se iba a quedar con las ganas de enterarse, así fue tras ellos y entró con cuidado.

La Catedral de Sevilla era la segunda más grande de Europa y siempre estaba llena de gente. A los religiosos que deambulaban por el recinto se sumaban quienes acudían a rezar, los curiosos que iban a visitar el templo y los propios trabajadores que lo limpiaban. Esta vez, además, Gustavo descubrió que una escena curiosa estaba teniendo lugar. Allí, sentados en los bancos de madera, una docena de esqueletos guerreros, idénticos a los que había descubierto en los últimos días, permanecían esperando a alguien. No hablaban entre sí, y estaba claro que nadie más podía verlos.

El muchacho se fue aproximando despacio.

Cuando se quiso dar cuenta, se encontraba muy cerca del último de los asientos, donde se hallaba una figura vestida de otro tiempo, que guardaba bajo su huesudo brazo el yelmo de bronce.

Al escuchar la respiración entrecortada del niño, el guerrero, o lo que quedaba de él, se volvió. Gustavo pudo entonces apreciar sus ojos huecos, el vacío de su nariz y los pómulos de puro esqueleto de su rostro. Realmente, se trataba de una imagen que ahora provocaba terror.

Gustavo dio un paso atrás, de forma instintiva.

—No tengas miedo. Ven, siéntate aquí.

Aquel fantasma le estaba señalando un sitio a su lado con los larguísimos huesos de sus dedos.

El muchacho miró a su alrededor. Necesitaba saber quién estaba cerca por si se veía obligado a pedir ayuda. La gente seguía pasando, mezclándose con aquellos seres sin carne sin darse cuenta de que tenían un muerto al lado.

El hombre suspiró, en una exhalación que sonó, como no podía ser de otra manera, muy hueca. Era como si el aire que había tomado no hubiera encontrado nada donde asentarse y saliera por el lado contrario por el que había entrado. Después de aquel suspiro fallido, el soldado se volvió de nuevo e insistió:

—Vamos, siéntate conmigo, si quieres. Mis compañeros no son muy habladores.

Sus compañeros eran una docena de esqueletos como él, descansando en distintos puestos de los bancos, mirando al frente, donde se situaba el gigantesco altar de la Catedral.

—¿Quiénes sois? –acertó al final a decir, sin moverse del sitio.

El muerto ladeó un poco la calavera y hasta pareció que en su rostro descarnado surgía una mueca de pereza.

—Somos Cruzados Templarios, naturalmente.

Lo dijo como si se tratara de la cosa más obvia del mundo. Como si los Cruzados no hubieran desaparecido de la tierra hace cientos de años. Gustavo conocía quiénes eran los templarios: valientes guerreros medievales de hacía siglos. Había leído sobre sus aventuras y sus misterios en la biblioteca de su padre.

 

Se acercó un poco más. Después de todo, dudaba mucho que aquel hombre, que no conservaba un solo músculo o tendón, tuviera más fuerza que una mosca.

Se sentó en el mismo banco, aunque dejando una distancia prudencial entre ambos.

—¿Y qué hacéis aquí?

El esqueleto miró a su alrededor, asegurándose de saber dónde se encontraba.

—Nos encontramos en Sevilla, ¿no?

—Claro.

—Y estamos ahora en su Catedral.

—Sí.

—Entonces no nos hemos equivocado. Venimos a escuchar a nuestro Maestre. Somos los supervivientes de su tropa, los Cruzados Negros, y hay algo que debemos resolver en esta ciudad.

—¿Cómo?

En ese momento, otros cuatro esqueletos guerreros, uno de ellos arrastrando su espada, cuyo peso apenas podía sostener, entraron en la zona reservada a los asientos. Dos mujeres vestidas de negro se entremezclaron con ellos, con la intención de rezar en uno de los bancos. Una de ellas se  colocó muy cerca de un muerto, cuyo codo se dislocaba constantemente y caía muy cerca de donde la mujer había dejado su bolso. Si hubiera sabido lo que tenía al lado, a buen seguro que la próxima muerta hubiera sido ella.

Al observar la escena, Gustavo preguntó.

—¿Por qué nadie puede veros, salvo yo?

  La figura se encogió de hombros, provocando que aquel conjunto de huesos con forma humana pareciera un sonajero.

—Bueno, eso es algo a lo que yo no te puedo contestar. Quizá tú deberías saber la respuesta.

—No la sé. Sólo sé que os veo.

—Y yo lo celebro, no creas. Es muy aburrido hablar solamente con tus compañeros de batalla. Llevamos juntos setecientos años y ya se nos ha acabado la conversación.

En ese momento, un esqueleto vestido con ropas oscuras, aunque con la misma cruz al pecho que el resto, apareció por uno de los laterales. Todos se pusieron de pie. El estruendo de huesos movilizado fue tal que Gustavo no comprendió cómo nadie se había dado cuenta.

Un pie fue rodando unos metros hasta acabar en las patas de un banco tres filas más allá. Su dueño pidió que se lo devolvieran y a los pocos segundos se lo ajustaba a los huesos de la tibia como podía.

Gustavo pensó que estaba soñando. No era posible imaginar una situación como aquella estando cuerdo. Se restregó los ojos con fuerza.

Cuando los volvió a abrir, todo el grupo de extraños muertos vivientes había desaparecido. No había ni guerreros, ni huesos, ni sombra alguna de ellos.

Simplemente, se habían evaporado.